El reloj

Todo encajaba, pareciera como si cada diente de los engranajes
supiera cuál era su función. El reloj había marcado las 12 horas
y el sol estaba en su cenit, los niños salían de la escuela
cargando sus mochilas llenas de útiles escolares, con sus
sueños hechos de colores, como un caleidoscopio. Sus padres
les tomaban de la mano, mientras los críos les contaban sus
andanzas, logros y sueños para cuando fueran mayores de edad.
El policía lo vio, pero no le dio importancia. Como cada día,
hacía su ronda por el barrio, vistiendo su uniforme y llevando
el arma de reglamento colgada a la cintura, pero lo que más
respeto infundía era su bastón, el cual llevaba colgando de su
mano y hacía oscilar hacia un lado y otro, cual si fuera el
péndulo de un reloj antiguo. Parecía que el mundo se hubiera
detenido en ese instante. Las sombras de los árboles no
aparecían sobre el piso, pues en el ecuador el sol no las
proyecta a esa hora. Algo no le pareció normal al agente,
que creyó reconocer la cara del transeúnte, ese que portaba
una mochila en su espalda, con andar cansino y barba luenga.
Fue solo un instante. Ese preciso instante de la duda,
de la indecisión, que lo sorprendió girando su cabeza para
volver a mirarle. Y lo vio, pero ya era tarde. La explosión
fue ensordecedora. Los engranajes habían hecho su trabajo.
También los cables, el explosivo plástico, los detonadores
y el reloj, por supuesto. Todo encajó...

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